miércoles, 30 de enero de 2008

Sobre la muerte

Clavé los ojos en la tumba abierta, con la angustia masticada y digerida de ver tu nombre esculpido en la lápida.

Me arranqué el corazón, pues ya no servía para nada. Y tras verle palpitar agónico en mi mano caí en el hueco excavado en la tierra.

Me puse a llorar. Tantas y tantas lágrimas querían brotar que no podían mis ojos echarlas de mí, y el agua me empezó a consumir y a inundar. Y muerta, ahogada en sal, caí de bruces sobre la tumba abierta.

Me puse a gritar. A graznar agudo como un cuervo y alto, alto, rompiendo todo el silencio del camposanto. Y mis chillidos acabaron con mis pulmones, el aire erosionó mi traquea y la boca se me llenó de sangre, Me atraganté con un pedazo de algo, quizás de mi propia carne. Y en mi patética carrera hacia la muerte, corriendo en círculos sobre el boquete en el suelo, buscando desesperada quien me hiciera de nuevo respirar tropecé y fui a dar a lo más hondo del lúgubre espacio donde yacía tu cuerpo.

Y sabiendo que iba a morir me armé de calma, en lugar de convulsionarme en vano para sacar mis bronquios de mi garganta, abrí la tapa del féretro y me abracé a ti. Apoyé mi cabeza contra tu pecho, manché tus últimas ropas con la sangre de mi boca y aleteé por última vez en este mundo de vivos.

viernes, 18 de enero de 2008

Mary´s lambs

Miré mis ropas, estaban sucias y roídas. No me importaba demasiado pues eran viejas. Observé mis manos: colocadas encima de mi regazo: tenían grietas profundas llenas de mugre, mis uñas: relativamente rotas y partidas en la mayoría se afanaron por tratar de sacar toda aquella mierda acumulada de los pliegues de mi malgastada piel. Quería algo de dignidad para el que iba a ser mi último gran momento.

No sé cuanto tiempo estuve sentada mientras leían mis cargos. Pensando en mis cosas no me percaté de que la lectura había terminado hasta que alguien me tomó por el brazo obligándome a levantar.
Fue en ese momento cuando me avergoncé de llevar esas ropas tan sucias. Había tanta gente agolpada, esperando para verme…. ¡a mi! Fue por ello que me pesó mi lamentable estado. Aunque la culpa de este no fuera mía. Era de las persecuciones de la policía. Aunque no me había costado mucho mantener en jaque a toda la gendarmería de Paris, sí me había tocado correr un poco y esconderme en los lugares más inhóspitos de una ciudad que podía llegar a ser muy sucia. Y claro, con las prisas en lo que menos empeño pone uno es en su apariencia.

El hombre que me había puesto en pie pretendía llevarme a la rastra. ¡Que desfachatez! Sabía perfectamente donde tenía que ir y lo haría sin dificultad y sin la ayuda de nadie. De un brusco golpe con el codo, que no llego a darle, me desasí de mi indeseado acompañante y mirando a toda la gente que se congregaba en el lugar caminé hacia el emplazamiento de mi destino.

El hombrecillo que había leído mis acusaciones, que llevaba unos pantalones azules de terciopelo y unas bonitas medias amarillas, me preguntó con desdén si quería decir unas palabras. Respondí que sí.

Miré al cielo buscando a Dios. No por pedir perdón, sino para estar segura de que iba a escucharme. Tras unos segundos en esa postura miré a la plaza abarrotada, sonreí y dije:
“Volvería a hacerlo”.

En ese momento más de la mitad de las personas que allí había se pusieron a gritar, a ovacionarme, a aplaudir, a gritar, a silbar. Movían sus brazos y saltaban. Como si se hubiera hecho justicia. ¡Cómo si yo hubiera hecho justicia!

Miré al hombrecillo de las medias bonitas y asentí, como dándole a entender que había finalizado.

Entonces él dijo: “Por el homicidio por envenenamiento de 14 personas has sido condenada a muerte en la guillotina”.

Igual de sonriente me tumbe sobre la tabla que me dejaba en perpendicular con mi destino. Tenía una ligera curiosidad morbosa por verla bajar, acompañada de su ruido característico, y por saber si podría vivir lo suficiente como para recordar que mi cabeza había caído sobre un cesto.

La tensión que allí había se volvió máxima. La plaza se hizo silencio y la guillotina cayó.

La gente se puso a gritar, emocionada, mientras mi cabeza caía sobre el cesto. La gente seguía pensando que ahora también se hacía justicia. ¡Cómo si ajusticiándome fueran a conseguir justicia!

A mí, en el fondo me daba igual. El hecho de haber envenenado a la plana mayor del profesorado de la universidad de París había sido algo personal. Y muy bien hecho.

jueves, 10 de enero de 2008

The beginning

Dios sabe que si por mi fuera me arrancaría los oídos.
Dios sabe que si por mi fuera hace ya tiempo hubiera apuñalado mi propia sien.
Dios sabe que mis ojos a veces no están cuerdos.

Pero le da igual. Le da igual que me golpeé, que me haga cortes sobre mi piel, que mi cabeza choque repetidas veces contra una esquina.

No le importa en absoluto que calle mi llanto hundiendo la cara sobre la almohada. No le importan mis gestos de desesperación, ni los gritos que tan inconscientes como incoherentes se escapan de mi boca cuando huyo de mi ser, cuando estoy en el ojo del huracán, deseando morir para poder descansar.

Dios es impasible a mi búsqueda del dolor como calmante, como resquicio de paz, como oasis, pequeño, pequeño, que me muestra mi locura.

Dios ignora todo esto. Está demasiado ocupado hablándome como para escucharme.