lunes, 19 de abril de 2010

Nissan Vanette

Nunca ha habido tanta felicidad en un vehículo de motor.

De pequeña me pasaba en ella los fines de semana, las idas y venidas a los pueblos de mi padre y de mi madre. De hecho, y aunque ahora me sonroja la vergüenza al escribirlo, al coger la salida de la comarcal yo sacaba la cabeza por la ventana y me ponía a cantar las canciones de Grease a pleno pulmón y en un inglés que aún no sabía.

Solían acompañarme también amigos imaginarios que solo existían para los trayectos. Si me aburría sólo tenía que mirar por la ventana Y Zack Morris y el resto de Salvados por la campana aparecían en un Ferrari Testarrosa conduciendo en paralelo a mi. Y zack me guiñaba un ojo y kelly se ponía celosa.

Y cuántos kilómetros de vacaciones recorridos, cuántas noches hemos pasado allí durmiendo, cuántas puestas y amaneceres he visto a través de su luna. Y seis eramos, nada menos, 6 durmiendo como podíamos extendiéndonos en la parte destinada para el equipaje, enredados por ese perenne olor a pintura y a colamina.

Con ella atropellamos a Chispa, que no murió, que salió adelante para acabar tirándose por la ventana de un quinto. Y por su ventana se escapo Calimero primero, el primigenio de todos mis Calimeros. Escapo para luego volver a entrar y posarse de nuevo sobre el hombro de mi madre y para finalmente morir enredado en la leñera de la casa del pueblo.

Y en ella me hice mayor.

Me daba vergüenza que me vieran en algo tan destartalado y viejo. Pensaba que si algún compañero de clase me veía montada en ella se reiría de mi y yo, por dentro, me sentía peor que mal. Sentía que estaba traicionando a ese lugar que tanta felicidad me había dado.

Y aún me daba.

Porque me llevaba al pueblo en verano. Y con ella veía marcharse a mis padres, dejando sola una casa que yo llenaría de algarabía, cafés, humo y de alcohol.

Y su agudo y extraño ronroneo que me hacía reconocerla de entre todos los coches, camiones, motos y furgonetas del mundo. Que me llenaba de alegría a veces, otras de pena y otras de la indiferencia que da saber que siempre había estado allí.

Mi padre compró aquella furgoneta de segunda mano el año que yo nací. No recuerdo si tenía dos caballos o 15, pero puedo asegurar que no tenía más, aunque la he visto a 160 por la autopista de Levante. Y que hermoso era el solo a través de sus cristales.

Y hoy, a mis 23 años de edad, ha aparecido calcinada en un descampado. La han usado para un robo y después la han quemado.

Y yo sólo quiero encontrar a los hijos de puta que lo han hecho para también prenderle fuego a algunos de sus mejores recuerdos.

1 comentario:

Bercebus dijo...

A mí me pasa lo mismo con el Renault 12 de mi padre. Es como si perdieras una parte de tu inocencia y tu infancia.

No sabes la pena que me da lo que han hecho a tus recuerdos.