martes, 30 de octubre de 2007

Días tristes. Parte I

Me levanté como cada día desde hacia mucho tiempo: apático. La angustia oprimía mi pecho aún antes de levantarme de la cama. A veces pienso sino será ella la que actúe, de forma cruel, como despertador, abriéndome los ojos todas las mañanas a las siete y media.
Sin excepción.

De camino al baño observé la cocina, llena de mugre: hacía meses que no tenía un plato limpio, el moho empezaba a crecer por las paredes a causa de la humedad de las lluvias otoñales, que penetraba por la ventana; algunas cucarachas se habían hecho fuertes en torno al cubo de basura, rebosante de desperdicios.

Me topé con mi reflejo, no mostraba tantas ojeras como de costumbre. Tomé la hojilla oxidada y me empecé a afeitar. Era una de las pocas costumbres que mantenía: rasurarme recién levantado. Al acabar me encontré con sangre fresca encima de las manchas resecas del lavabo. Como siempre fue la manga de mi camisa la que paró las pequeñas hemorragias.

Salí de casa, camino del bar donde siempre iba a desayunar. Mi angustia vital iba creciendo al ver a la gente caminar por la calle. Todos tenían unos quehaceres, un trabajo donde ir, una familia que cuidar, unos amigos con los que quedar. Todos menos yo: misántropo obligado.

Al salir de la cafetería caminé hacia un parque cercano. Era el mejor lugar para detestar el mundo en todo su esplendor: niños, seres prácticamente irracionales que crecen dentro de la burbuja de papá y mamá, dónde nadie nunca les podrá hacer daño, protegidos de todo mal; adolescentes que hacen pellas, criajos estúpidos que piensan que algún día el mundo será suyo mientras se besan en los bancos o se regodean en pandilla de sus actos; ancianos, viejos acabados que ocupan sus últimos años viendo pasar la vida plácidamente, pensando que algo de lo que han hecho ha sido de provecho. Que asco, que vomitivo asco me dan todos y cada uno de ellos. Malditos hijos de puta.

Paseaba cerca de un pequeño estanque, pensando en lo repugnante de la vida, cuando vi aparecer a un chico a lo lejos. No pasaría de los 20 años, caminaba deprisa, como si no quisiera perder ni un segundo, como si cada instante en su vida fuera valioso. Y le odie. Le miré fijamente, observando todos y cada uno de sus rápidos pasos. Él también me miraba, directamente a los ojos. Le odie aún más.

“Gilipollas”, me espetó al pasar a mi lado. Entonces algo empezó a arder en mi, algo dentro, muy dentro. Aquel sentimiento me quemaba y durante unos instantes me quede quieto, con la mirada vacía, regodeándome en mi propio dolor.

lunes, 29 de octubre de 2007

Perfección

Todo olía como él. Desde que abrió la puerta, dejando sus cosas en el suelo, mientras fregaba la pila de platos, y más aún cuando cerró tras de sí la puerta de su habitación, el perfume de su piel, impregnado por todas partes, le perseguía.

Su pituitaria era la encargada de evocar todas y cada una de las escenas producidas en las últimas horas: y todo era amor y todo sonrisas de felicidad y miradas cómplices y caricias eternas y besos regalados, y robados, y horas de sueño compartidas.

Al hacer memoria recordó detalles, pudo reproducir con total fidelidad el sonido de su risa, su respiración tranquila mientras él dormía y ella se peleaba con Morfeo porque aquella noche se negaba a caer en otros brazos que no fueran los de él.

De todo aquello, ahora, sólo le quedaba una camiseta, un disco de Pearl Jam y una eternidad de recuerdos casi perfectos.

Y hubieran sido perfectos si ella no se dejara una y otra vez las misma putas palabras en el tintero.

viernes, 26 de octubre de 2007

¿Qué? No, yo no he oído eso. No sé de qué me hablas.
No, no eran mis pasos los que sonaban huecos por la acera.
Lo siento, no era mi voz la que susurraba tu nombre mientras unas manos que no eran las mías repiqueteaban en tu puerta.
No, no eran mis ojos asustados los que te encontraste al abrirla, ni fueron mis lágrimas las que se enjugaron en tu camisa.
No fueron mis balbuceos los que consolaste mientras rodeabas unos hombros que no eran los míos.
No fue mi clavícula lo que acariciabas con tu dedo, esperando ansioso el momento para atacar.
No fueron mis labios los que se rindieron sin concesiones a los tuyos.

¿Y sabes por qué? Porque no nací para cumplir tus sueños.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Días felices

Las paredes moradas envolvían un ambiente colapsado por el humo de los cigarros. El bar no estaba demasiado concurrido, era una de esas pocas veces en las que se podía disfrutar sin sentirse agobiado por el calor desprendido por los demás humanos.

Acabábamos de pedir una ronda más, kalimotxo para todos. Muse sonaba con una extraña sordidez.

El hombre posado sobre la puerta pasó desapercibido, al fin y al cabo, cualquiera pasaría siempre desapercibido en aquel lugar. Sin dejar de mirar al frente, sacó de debajo de su abrigo negro un fusil de asalto y ante la mirada incrédula de los pocos que se percataron empezó a disparar a bocajarro.

Los chillidos se sucedieron. Una algarabía de voces agudas y desesperadas tapaba el sonido de los altavoces. Él, sin moverse, iba dando muerte a todos y cada uno de los que trataban de salir corriendo esquivándolo, e incluso a los que trataron de reducirlo. Su posición, cercana a la única salida le daba todos los privilegios que necesitaba para realizar su carnicería.

Nosotros estábamos en la esquina, acurrucados. Parapetados entre la barra y una de las paredes. El miedo nos impedía gritar. Yo notaba como los demás hacían presión, con la esperanza de que no nos viera. Mi situación, con la espalda en la pared era terriblemente incomoda, ya que estaba apoyada sobre el ángulo recto de las dos esquinas y la fuerza ejercida era tan grande y el dolor era tan fuerte que temía que mi caja torácica reventara como una nuez.

Por primera vez la sangre me salpico y pude ver como la cabeza del camarero, colgaba de nuestro lado de la barra y como de un orificio en medio de su frente emanaba la sangre y algo de masa encefálica.

Fue ahí cuando supe que iba a morir.

Debido al volumen de la música no oímos los pasos del asesino, acercándose cada vez más a nosotros, pero pude ver entre el resto como paraba ante nuestros aterrorizados ojos, dedicándonos una mirada, antes de vaciar el cargador.

Cerré los ojos, esperando, durante unos segundos que se me hicieron eternos, la llegada de mi turno. De algún modo ansiaba sentir un dolor intenso durante milésimas y luego la nada. Notaba como la sangre calaba entre los cuerpos hasta llegar a mí. Sobre mi cara cayeron pedazos de carne arrancados por la violencia de las balas.

Contuve la respiración. No sé por cuanto tiempo. Cuando me atreví a abrir los ojos me vi sepultada por la pequeña montaña de cadáveres que eran mis amigos. La histeria me dominó por unos segundos, hasta que pude quitarme de encima todos los cuerpos. Me puse en pie. El suelo era un mar de sangre y vísceras, las paredes mostraban trazos rojos y agujeros de bala sobre el morado inicial. Una chica, con un balazo en la cabeza, se convulsionaba en el suelo, traté en vano de tomarle el pulso. Los espasmos post-mortem aún duraron unos segundos.

Una horrible versión del make me smile atronaba la improvisada morgue.

lunes, 22 de octubre de 2007

Del color y otros demonios

¡Morenas! ¡¿Morenas?! ¡Oh, Dios mío, le gustan morenas! ¿Qué? ¿Qué hay de malo en las demás?
Dios…. Vaya asco. Además yo.... Yo.... ¡Yo soy teñida! Soy artificial, llevo una máscara color rojo violín ultravioleta 585 de Schwarzkopf. ¡Soy una mentira! ¡Sólo trataba de buscar un estereotipo! Sólo trataba de ser distinta, sin salirme demasiado de los cánones. Y ahora esto…. ¿Qué va a ser de mi?

Si al menos fuera como en mi niñez. Tan rubia, tan adorable, tan naïf. Pero claro.... Tuve que crecer, tuve que hacerlo, y perdí mi cabellera rubia. Todo se fue al traste, el pelo, poco a poco, se me fue oscureciendo y, claro, me volví....¡coño! Morena.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Tardes de otoño

“¿Cuánto te duele?”
“Mucho”
“¿Mucho como una patada en la espinilla?”
“Más. Mil veces más”
“Vaya, pues si que es raro el amor”

martes, 16 de octubre de 2007

Kill -9

Hacía algo menos de un mes que lo habíamos dejado. Miento, me había dejado. El por qué da igual.
Ya daba igual entonces.

Me sentía miserable en extremo. Había sido demasiado tiempo, demasiadas cosas en común como para no sentirme así. Estaba desolada porque ya no lo tenía entre mis brazos.

Fue entonces, el día que se cumplía un mes de mi desgracia, cuando me percaté de que había una falta en mypyriod.txt. Achacándolo a la montaña rusa emocional en la que vivía sumergida no le di demasiada importancia.

Pero al ver que el tiempo pasaba y la sangre no inundaba mi entrepierna fui a la farmacia e hice lo propio.

El mundo se me vino encima al ver aquella puta banda rosa.

Le mandé un mensaje. Era imposible para mi mantener una conversación, con sólo oír su tono de voz se agolpaban en mis ojos todas las lágrimas que aún me quedaban por llorar. Y eran muchas.

Sólo quería la mitad del dinero. No quería ni su compañía, ni su comprensión. Tampoco quería un abrazo reconfortante, pues de haberlo recibido hubiera querido morirme en sus brazos. Así, diez minutos después de la hora acordada y en un lugar que era cualquier otro menos el de costumbre aparecí dispuesta a coger el dinero y marcharme. Y así lo hice, sin un ‘hola’, sin mirarle a los ojos, conteniendo la respiración.

Pero necesitaba un padre, aunque fuera uno de pega. Aunque fuera simplemente para ver una cara conocida antes de que me aspiraran las entrañas e hicieran desaparecer todo vestigio de vida.

Así que hice una llamada. A mi bala perdida, al que nunca me falló, al mayor error que nunca cometí. Sólo me hizo falta decirle una frase: “Quiero matar a mi primogénito”.

Paso a recogerme por casa, caminamos hacia la clínica cogidos de la mano, mientras con la otra yo acariciaba mi barriga. No sé por que lo hacía, en menos de tres horas ese embrión estaría en un cubo de basura. Pero ahora estaba dentro de mí y, aunque yo fuera su verdugo, algo dentro de mí me obligaba a protegerlo mientras siguiera creciendo en mi útero.

Me pusieron una vía, mientras yo miraba hacia otro lado. Él cogía mi mano en silencio. Las enfermeras pensaron que era el padre.

Antes de entrar en el quirófano lo miré una última vez. Nunca jamás envejeció ni un ápice, ni siquiera cambió nunca: su eterno luto, sus pendientes, su nariz equina y su piel, portando los tatuajes que nunca me gustaron.

Una noche de observación y un alta después salí de la clínica. Despedí a mi acompañante con el real pretexto de que me apetecía caminar sola. Tomé un par de calles en dirección a un parque, inconscientemente mi mano se poso sobre mi vientre, ya vacío. Como estaba pensando en el ser humano asexuado que acababa de matar no oí el pitido del coche que se aproximaba hacía mi al cruzar la calle. Ni el pitido, ni el frenazo, ni el golpe.


Bastará decir que no pudieron abrir el ataúd en mi funeral.

martes, 9 de octubre de 2007

Corazón

La palabra sonó con tanta fuerza en mi cabeza que parecía que en aquella estancia solo nos encontráramos ella y yo. Reverberándose una y otra vez, desmontando a golpe de acústica todas y cada una de las piezas de mi armadura.

Una grieta temporal se abrió entre mis ojos, como un hachazo que me partiera la cabeza. Y rápidamente se extendió hacia los confines más oscuros de mi cerebro, tratando de posicionarse en el lugar exacto donde escuché por última vez aquel vocablo.

Tardé bastante rato en situarme. Mientras, mi cuerpo se iba dividiendo en dos.

Cuando al fin lo conseguí, una parte de mi no era más que un pedazo de carne inerte que yacía sobre el suelo. Mis rodillas dejaron de sostener al resto de mi ser y aún era consciente cuando mi cabeza chocó contra la mesa. Mis ojos vidriosos percibieron el segundo golpe, seco, contra el suelo y noté como la sangre que emanaba de mi sien me calentaba la mejilla y penetraba por mi oreja.

Mi otro yo, ese que vagaba por mi cerebro, se acababa de encontrar conmigo misma, en una calle cualquiera, saliendo sonriente de un portal. A mi lado, (o a su lado), un chico: veintipocos años, pelo largo, perilla, igual de sonriente. Me los quede mirando, (a mi misma y mi compañia). Antes de doblar la esquina, ella, (yo), preguntó: “¿Dónde vamos?” y él, sin dejar de mirar al frente, contestó: “Corazón, ¿ya no te acuerdas? Hemos quedado”.

lunes, 8 de octubre de 2007

Pudo...

Puede que sea cierto eso de que te quiero. Aunque no quiero creerlo, aunque creo que no puedo. Y aun si pudiera no lo haría. Hacerte el amor en otro amanecer. Amanecer contigo en mi cama tibia. Como tibia estaba tu piel aquella noche. Y todas las noches vuelven sus fantasmas. Fantasmas que me asustan. Como me asustaba la cercanía de tus labios. Mis labios arden por culpa de tus ojos. Tus ojos vacilan ante mi paso. Mi paso tiembla ante tu persona. Tu persona es el centro de mi yo.

Y yo estoy sola.