viernes, 28 de junio de 2019

... al bollo


No llevaba en Iass ni dos horas y ya había decidido que me gustaba. Los edificios antiguos llenos de detalles de finales del siglo XIX y principios del XX contrastanban de manera brutal con la arquitectura sovietica, creando esa sensación estética que tanto me gusta y que en la jerga de los no iniciados se conoce como "pegar tanto como a un cristo dos pistolas".
La vista de la ciudad desde cerca de la casa donde nos hospedamos era francamente bella. Todo el compendio de las luces de la ciudad a unos cientos de metros a nuestros pies, las nubes engullendo la parte oeste de la ciudad y la tormenta lejana frente a nosotros.

Aunque no conociamos a nuestros anfitriones nos recibieron con todo el cariño que Rumanía nos podía dar. Tras un reparador sueño y un buen desayuno nos pusimos en marcha, rumbo a la frontera con Georgia. Tras una hora en un coche conducido y copilotado por nuevos desconocidos desconocidos recibí un mesaje y después de innumerables intentos, por fin logré conectar una llamada que me daba una noticia que, aunque no me sorprendía, no me esperaba.

Antes de que un aneurisma te reventara en el cerebro pensaba muy poco en ti. Para ser sincera, sabía que existías y que respirabas sin problemas y que de algún modo intentabas hacer de tu vida lo que tú querías. Y con eso me bastaba. Estaba lo suficientemente lejos y te recordaba lo suficientemente poco como para sentirme contenta por ti. Pero eso era antes de que el cerebro se te llenara de sangre.

Después de aquel día de Nochebuena empezaste a ser un pensamiento recurrente. Me preguntaba como te sentirías, si serías consciente de la necesidad de tu valentia, si aún serías el hombre sin miedo, kamikazee, capaz de todo. Y tras verte después del coma en Mayo la pregunta que se repetía una y otra vez en mi cabeza era cómo eras capaz de seguir vivo. La escara en la que cabía un puño pequeño y por la que se alcanzaba a ver los huesos de la espalda me tenía fascinada de una manera tétrica y a la vez llena de esperanza. Si eso que llenaba mis pensamientos de pesadillas no era capaz de matarte, qué lo sería?

Sinceramente, no sé qué te mató. Pero cuando recibí la noticia me sentí aliviada porque sabía que ya no sufrirías más.

Entonces tocó dar la vuelta, entrar en un aeropuerto del tamaño de una estación de autobuses y pedir de la manera más peliculera que podría que me vendieran pasajes para cualquier conexión de vuelos que acabaran en Madrid lo antes posible. Viajar sóla, como tantas otras veces, pero mirando a la gente y pensando: se percatarán de mi tristeza? Se reflejará lo suficiente la aflicción por la reciente perdida en mi cara como para que a alguien le importe algo? Irrelevante, lo sé. Pero en algo tienes que pensar cuando te toca invertir 9 horas entre aviones y aeropuertos. Y después el viaje en coche a Salamanca, yo sin nada que decir y las benditas almas que me recogieron sin mucho que contar.
Finalmente mi casa y mi cama. Cerrar los ojos y dormir.

Y a la mañana siguiente el tanatorio. Algo que siempre había entendido como una muestra de respeto a los muertos pero que acabo por demostrarse como el acompañamiento a los vivos durante las primeras horas de la perdida. Gente que no sabes quién es mostrandote un cariño que jamás has echado en falta porque nunca lo has conocido. Y yo pensando que lo único que quería era una copa. O dos. O trescientas. Y acabar con la dichosa ceremonia.

De hecho al bar del tanatorio es donde me fueron a buscar, o quizás fue a la puerta ya no lo recuerdo, para decirme que la ceremonia iba a empezar. Y allí fui. En primera linea, mirando tu ataud cerrado. Imaginando tu escara. Preguntandome por qué habíamos elegido ponerte una mortaja en lugar de un traje. Y pensando que era un poco cutre que estuvieras ahí dentro vestido con una camisola, con tus blancas canillas probablemente al aire estanco de la caja. Era todo tan ridículo. Pero qué esperar de la muerte. Es intrínseco me imagino.

Tras el responso de un cura que lo hizo lo mejor que pudo vino la invitación a despedirse del difunto. Y ahí es cuando lo poco que entendía se desvaneció. La gente de las filas posteriores a la nuestra desfilo ante nosotros, dándonos el pésame sin dirigirte ni una única mirada. Yo me encendía por dentro. Sentía como me enfadaba. A mi quizás me volvieran a ver. Al envoltorio de madera y su contendio no. Ni un leve gesto con la cabeza, ni una corta oración ante el ataud. Ardía, notaba como mi enfado, mi decepción y mi rabia subían desde mi estómago a mi cerebro. No fuiste una buena persona pero nadie se merece que le ignoren así en el día de su entierro. Y estallé. Lo hice justo cuando los de los servicios funerarios se te llevaban. Con la cara arrasada en lágrimas, empecé a dar pasos decididos hacía ti. El cura al ver la situación gritó "Esperen!" y los operarios pararon en seco, tanto que yo pensé que igual te caías del carrito. Me paré ante tí, enfadada con la gente. Y enfadada contigo. Pero más con la gente. Me besé la mano y la golpeé contra la tapa del ataud. Y esa fue mi despedida. Eso va a ser lo más cerca que esté de ti en lo que me quede de vida. Y lo cierto es que lo único que quería demostrar es que al menos, de una manera vaga y disfuncional, a mi me importabas. No como a todos los que habían venido a arroparnos, ni como las plañideras de mierda por parte de tu familia. A mi me importabas de verdad, no mucho, pero sí de manera desinteresada. Como se supone que tiene que ser el amor de una hija hacia un padre.

Después de eso, más palabras de apoyo de más gente y más abrazos y más besos. Y yo ya no me quería ir al bar. Simplemente me quería ir.

Así lo hicimos. Nos fuimos en varios coches, pocos, al lugar dónde te iban a incinerar. Recuerdo ir detrás del coche fúnebre, silbándote. Intentanto imitar el mismo sonido y la cadencia que usabas con nosotros. Como te odiaba cuando lo hacías.

Al llegar al... horno? Nos separaba una pared de cristal. Algunas personas se colocaron en un angulo de la sala que no permitía ver toda la escena y mucho menos el horno. Pero por algún motivo yo quería verlo. No es que tuviera ningún sádico motivo oculto, más bien quería cerciorarme de que eso iba a pasar y quería retenerlo claramente en mi retina para preguntarme a mi misma después como me sentía o si habría sido diferente si te hubieran enterrado. Fue extraño ver como los railes poco a poco se empezaron a mover. Y tú encima. Y la puerta del horno se abría, pero no salían llamas ni nada. Y despacio, despacio, la entrada te fue engullendo poco a poco hasta que desapareciste completamente, dejando paso a la eternidad que queda entre tu muerte y el infinito.

 La puerta del horno se cerró. Y con ello tu existencia.

Esa noche, durante la cena, hice gala de ese humor que mi hermano mayor califica como "bronco" y que para mi sólo es la vía de escape ante situaciones que no alcanzo a digerir. Brindé por tu ausencia de salud. No porque me alegrase, sino porque no había nada más por lo que brindar. Viviste la vida que quisiste. Eso es más de a lo que la mayoría podemos aspirar.

Más tarde, cómo si fuera lo más normal del mundo, llamamos a un cerrajero y allanamos tu casa. Lo poco que yo me llevé lo devolví al poco tiempo. Pensé que sería mejor si todos estabamos allí para el reparto de los pocos tesoros, (hablo más que nada de valor sentimental, porque viviste como quisiste, pero rico no eras), que poseías. Y tras comprobar que nada había cambiado desde la última vez que habíamos estado allí, nos fuimos.

Todos para casa, excepto yo. Yo tenía otros planes. La muerte y su pompa me producen un efecto vigorizante. Gracias a Javi que paso con su discretisimo coche amarillo a buscarme. No sé si mi familia se dió cuenta de que ese coche me estaba esperando a mi. No sé si les importó, en cualquier caso. La cuestión es que yo hice del dicho "el muerto al hoyo, (o al horno según deje estipulado el difunto), y el vivo al bollo" mi propio sayo. Y me fui a pasar la noche follando.

Desde entonces y a diferencia de cuando estabas vivo, te he recordado prácticamente todos los días. Son escasas las noches en las que no me santiguo antes de dormir y te concedo algunos de mis últimos pensamientos. Y las pocas veces que he faltado a sido debido, básicamente, a que mi concentración de alcohol en sangre me impide cualquier tipo de acción que no incluya llegar hasta mi cama y dormir.

Y de esto hace hoy exactamente un año. Y el recuerdo del dolor, de la perdida, del entierro y de la falsedad de la gente vuelven a tener el mismo efecto afrodisíaco hacia la vida de un año atrás. Necesito sentirme viva. Necesito sentir que cada minuto cuenta. Y, definitivamente, necesito encontrar a alguien con quien contarlos hoy.