martes, 16 de octubre de 2007

Kill -9

Hacía algo menos de un mes que lo habíamos dejado. Miento, me había dejado. El por qué da igual.
Ya daba igual entonces.

Me sentía miserable en extremo. Había sido demasiado tiempo, demasiadas cosas en común como para no sentirme así. Estaba desolada porque ya no lo tenía entre mis brazos.

Fue entonces, el día que se cumplía un mes de mi desgracia, cuando me percaté de que había una falta en mypyriod.txt. Achacándolo a la montaña rusa emocional en la que vivía sumergida no le di demasiada importancia.

Pero al ver que el tiempo pasaba y la sangre no inundaba mi entrepierna fui a la farmacia e hice lo propio.

El mundo se me vino encima al ver aquella puta banda rosa.

Le mandé un mensaje. Era imposible para mi mantener una conversación, con sólo oír su tono de voz se agolpaban en mis ojos todas las lágrimas que aún me quedaban por llorar. Y eran muchas.

Sólo quería la mitad del dinero. No quería ni su compañía, ni su comprensión. Tampoco quería un abrazo reconfortante, pues de haberlo recibido hubiera querido morirme en sus brazos. Así, diez minutos después de la hora acordada y en un lugar que era cualquier otro menos el de costumbre aparecí dispuesta a coger el dinero y marcharme. Y así lo hice, sin un ‘hola’, sin mirarle a los ojos, conteniendo la respiración.

Pero necesitaba un padre, aunque fuera uno de pega. Aunque fuera simplemente para ver una cara conocida antes de que me aspiraran las entrañas e hicieran desaparecer todo vestigio de vida.

Así que hice una llamada. A mi bala perdida, al que nunca me falló, al mayor error que nunca cometí. Sólo me hizo falta decirle una frase: “Quiero matar a mi primogénito”.

Paso a recogerme por casa, caminamos hacia la clínica cogidos de la mano, mientras con la otra yo acariciaba mi barriga. No sé por que lo hacía, en menos de tres horas ese embrión estaría en un cubo de basura. Pero ahora estaba dentro de mí y, aunque yo fuera su verdugo, algo dentro de mí me obligaba a protegerlo mientras siguiera creciendo en mi útero.

Me pusieron una vía, mientras yo miraba hacia otro lado. Él cogía mi mano en silencio. Las enfermeras pensaron que era el padre.

Antes de entrar en el quirófano lo miré una última vez. Nunca jamás envejeció ni un ápice, ni siquiera cambió nunca: su eterno luto, sus pendientes, su nariz equina y su piel, portando los tatuajes que nunca me gustaron.

Una noche de observación y un alta después salí de la clínica. Despedí a mi acompañante con el real pretexto de que me apetecía caminar sola. Tomé un par de calles en dirección a un parque, inconscientemente mi mano se poso sobre mi vientre, ya vacío. Como estaba pensando en el ser humano asexuado que acababa de matar no oí el pitido del coche que se aproximaba hacía mi al cruzar la calle. Ni el pitido, ni el frenazo, ni el golpe.


Bastará decir que no pudieron abrir el ataúd en mi funeral.

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