miércoles, 7 de noviembre de 2007

Días tristes. Parte II

Tras el instante de éxtasis que acababa de vivir me marché a mi casa. Entré y me senté en el sofá, la mirada perdida en un punto incierto del televisor apagado. Y así estuve mucho tiempo, pensando en como vengarme de aquel payaso. Buscando entre una marabunta de ideas la mejor forma para hacerle pagar por el insulto.

Las luces de las farolas se filtraban por las cortinas de salón cuando llegaron las voces. No eran las voces de siempre, estaba familiarizado con sus timbres y sabía que no eran las mismas que todos los días me invitaban a seguir sólo, con ellas como única compañía, las que más tarde me amenazaban y a las que yo, loco por sacarlas de mi cabeza, les acababa gritando mientras me golpeaba contra las paredes. Pero así era peor, mucho peor. Ellas se enfurecían diciendo que encontrarían a mi familia, la cual yo había luchado por olvidar, y los matarían a todos, que destruirían todo aquello con lo que una vez, hace muchísimo tiempo, pude ser feliz.
Como ya he dicho, no se trataba de esas voces. Estas sonaban mucho más graves, más nítidas, más seguras. Hablaban claro y tenían toda la razón.

Miré el reloj. Dos horas largas pasaban de la media noche. Me puse a rebuscar en los armarios, tirando cajas y periódicos viejos guardados, de aquella época en la que descubrí que podías saber la fecha de tu muerte utilizando un pequeño algoritmo sobre la primera letra del titular principal; rebusqué en la galería, donde la mayoría de los muebles de la casa estaban apilados. Los vecinos molestos por el ruido empezaron a dar golpes en mi techo. Yo no tenía la culpa de que las voces gritaran tan alto, además yo tenía una idea en mente que desarrollar.

Finalmente encontré mi fusil bajo la cama. Aún recuerdo lo fácil que fue comprarlo por Internet, aunque he de reconocer que esa misma facilidad me asustó un poco: a saber que pasaría si un arma de ese tipo cayera en manos de un desequilibrado.

Me puse mi abrigo y oculte el fusil bajo el mismo. Después salí a la calle, dispuesto a perpetrar mi plan. Caminé durante mucho rato buscando el lugar ideal, entré en un par de tugurios atestados de gente antes de decidirme.

El sitio era curioso, tenía las paredes moradas y una barra grande, con estanterías llenas de vidrios detrás. Sería como en las películas. Además no estaba tan lleno como los otros lugares, lo cual simplificaba la operación.

Estaba apoyado sobre la puerta cuando el barman me miró. En mi siguiente recuerdo el fusil ya está descubierto sin apuntar a un objetivo en concreto, y veo las caras de horror de la gente justo antes de empezar a disparar. He de reconocer que dudé por un instante, pero las voces fueron precisas: “Mátalos”. A partir de ahí, empecé a descargar balas, primero contra los que venían hacia mi, no sé muy bien si trataban de neutralizarme o sólo de escapar. Pobres ilusos.
Debido a mi inexperiencia en esto de las matanzas y el uso de armas, y también porque el retroceso del fusil me golpeaba el estómago, (cosa que me estaba empezando a poner de peor humor del que había llegado ya de por si); podía, fácilmente, disparar varias veces sobre el mismo blanco, a veces para cerciorarme de su muerte y otras por puro sadismo.

Aquello me estaba gustando. Sobre todo el balazo limpio que se llevó el camarero en medio de la frente y que le reventó la cabeza por dentro, es lo que tiene la munición hueca, que sabes por donde entra pero nunca sabes por donde va a salir.

Caminaba entre la sangre y las vísceras pensando que ya había acabado con todos, cuando me encontré con un reducido grupo de ojos asustados acurrucados a un lado de la barra. Los miré por un instante y me sentí poderoso. Sabía que sabían que sus vidas dependían de mí.

Pero yo era el único que sabía que iban a morir.

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